REMINISCENCIAS
Recuesto
mi cabeza en tu regazo, acaricias mi cabello como cuando era una niña
pequeña. Cierro mis ojos y mi memoria retrocede en el tiempo. Huele
a plastilina, crayola a acuarelas. Me veo con mi uniforme que parecía
un delantal plisado. Todo blanco, haciendo juego con las mediecitas y
aquellos zapatitos de talla infantil, blanqueados con „Griffin
White“.
Escucho
un rumor lejano, como de caballos que trotan en mi dirección,
entonces se oye bien claro el coro infantil.
—Los
caballitos que van por el campo, trotan, trotan, trotan... Y al
fondo, el sonido de infinidad de zapatitos golpeando contra el piso,
que asemejan el ruido que hacen los caballos en el campo.
Mis
ojos fijan su atención en otra dirección, allí las mesas son
pequeñas y redondas, pintadas con laca azul cielo, haciendo juego
con unas sillas para enanos. Todas tienen una fruta dibujada en el
respaldo. En la mía hay una torreja de patilla, dibujada. Estamos
sentados en una terraza enorme. A mi lado, aquel niño, como
quisiera, ser más grande y más corpulenta que él. Así podría
darle su tatequieto y dejaría entonces de robar mi merienda, sin
remordimiento.
No
me gusta ese niño, algunas veces cuando se altera, se cae al suelo y
hace pataletas. Las jardineras, siempre corren y le ponen un pañuelo
en la boca. Me asusta verlo, sus ojos se ponen blancos y parece que
vomita, pero solo sale su saliva espumosa. Me da algo en el estómago
cuando eso sucede. La mayoría de las veces es porque otros niños no
se dejan robar la merienda.
Me
he quejado cada día con mis padres, por este motivo. Además, las
maestras son nalgonas, gordas, viejas y regañonas. No te ayudan, por
el contrario, te hacen sentir muy tonto. Creo que cualquiera perdería
pronto la paciencia, con esas brujas.
No
se parecen, en nada, a las maestras que aparecen en „El Mundo es un
Carrusel“.
Las maestras y jardineras de la tele, son todas lindas, jóvenes y
muy finas. El viento juega con sus cabellos y siempre están bien
peinadas y arregladas. Y no regañan ni gritan. Siempre sonríen.
Me
siento ahora derecha, al lado de mamá. Aún sigo como en trance,
recordando cosas y eventos que yo no viví, pero que de alguna forma
se grabaron en mi cerebro para toda la eternidad.
Mis
padres parece que al fin decidieron que no soy hija de menos madre.
Me llevan a un colegio bilingüe, donde asiste mi hermanito
menor. Con tan solo cuatro años ya sabe hablar ese idioma tan áspero
y difícil, pasa gruñendo, toda la tarde. Le pregunto intrigada que
le sucede y me responde:
—Nada,
solamente debo practicar.
¿Qué
te puedo decir?, la verdad ante todo. Odio la escuela, no nací
para ir a ese kindergarten ni a ningún otro, donde hay tantas
reglas. Nadie quiere o parece entender que soy una niña pequeña y
quiero jugar, cantar, pintar, comer y dormir. No me gusta que me
ordenen cuando debo sentir deseos de hacer pipí, o cuando debo comer
y que está permitido. Recuerdo que mis padres tuvieron que ayudarme
a comprender, las reglas de la vida en sociedad.
El
tiempo trascurría, algunas veces lento y otras demasiado rápido.
Como cada día perdía un diente, lo envolvía en algodón y lo ponía
debajo de mi almohada, para que el Ratón Pérez, me dejara dinero a
cambio. Fue en ese momento que supe, que algún día sería dueña de
mi propio negocio. Sigo sin tener nada.
Me
fui acostumbrando, en aquel entonces visitaba el cuarto grado,
de educación básica primaria. Hasta que aquel penoso día, llamaron
a mi padre, el rector, necesitaba hablar con él sobre mi futuro.
Había abofeteado a mi maestro, que además era extranjero, por lo
tanto, al año siguiente, debía caminar sobre cáscaras de huevo o
se vería en la necesidad de expulsarme del colegio.
Mi
padre quiso castigarme y me matriculó en una escuela de monjas. En
aquel tiempo, hasta quise casarme con Dios, caminaba con
sobrecogimiento, con las manos entrelazadas, como si estuviera
orando. Creo que mis progenitores, se reían por debajo de mi
actitud. Sin embargo, yo estaba convencida, o eso suponía.
Tan
lindas las monjitas, ellas tenían cubierto la mayor parte del
cuerpo, pero yo quería saber que guardaban con tanto celo, debajo
del velo y del griñón.
Aquella
tarde nos dejaron en la azotea del colegio, para pintar las garrochas
de la patrulla a la que pertenecíamos. Éramos „Girl- Scouts“
habíamos adoptado el mote de „Las Diablillas“.
Estábamos entre los once y los trece años, solas allí, a nuestro
libre albedrío. Inició Dizzy, con la guerra de pintura. Los
uniformes no volvieron a ser los mismos, había pintura regada por
cualquier lado menos donde debía. Nos dejaron arrodilladas sobre la
brea ardiente, que bajo el sol inclemente, se hacía casi líquida,
se pegaba en nuestra piel causando laceraciones y quemaduras.
A
la semana siguiente, sería nuestra próxima reunión, íbamos a
programar el próximo campamento. Yo vi la oportunidad de
desquitarnos lo que aquella vieja, maligna, nos había hecho sufrir.
Fui
hasta detrás de la gruta, a la casa del celador, que también era el
jardinero. Le pedí la tijera de podar, pues necesitaríamos unas
cuantas ramas secas. Aquella solicitud no tenía nada de extraño,
porque nuestra patrulla, también hacía pequeñas fogatas, bajo
supervisión. Era hora de la siesta, así que para descansar, el
señor Pablo, me entregó una tijera para cortar flores, para mí era
el equipo ideal. Con el arma oculta, me dirigí a la clausura, me
descalcé los mocasines y subí las escaleras en medias. La monja se
había quitado la toca y el griñón. Tenía el cabello recogido con
un rodete y colgaban unos diez centímetros de cabello. Me acerqué
lentamente y de un tajo sin medir las consecuencias, quise cortar la
coleta del enemigo, con tan mala suerte que cuando sintió el tirón
del cabello abrió los ojos, como despertando de una pesadilla. Quise
huir, pero era demasiado tarde, me habían pillado in flagranti –
delicto.
Eso
fue el último sorbete de la heladera. Me cantaron el „ hasta nunca
baby“.
Hasta allí llegaron mis ganas de ser esposa de Dios. Me fui de
aquella escuela, sin tristeza, pues me llevaba un grato recuerdo de
mis compañeras. No sabía si las volvería a ver alguna vez, pero mi
corazón se llevaba muchos recuerdos atesorados, para siempre. Eso
estaba claro.
Entonces
ya mi padre cansado de mi indisciplina, me castigó severamente. Me
llevó a la escuela pública. Creo que él nunca lo supo, pero
aquellos tres años en la escuela del estado, me sirvieron para
cambiarme. Aprendí a no temer, me convertí en una persona
responsable, fui durante tres años, la más disciplinada,
colaboradora, organizadora, algo así como la mujer orquesta, además
la mejor alumna de matemáticas. Leí mucho, organizaba concursos
inter colegiados, escribía, pintaba, enseñaba a otras. No me
obligaban a hacer lo que no me gustaba. Me estaba convirtiendo en
mujer.
Al
cabo de esos tres felices años, mi padre decidió concederme el
perdón y uno de mis regalos en la navidad, fue el recibo de pago de
mí matrícula en el colegio del que me había ido en cuarto de
elemental. Ese colegio tenía pie de fuerza, me convenía graduarme
allí, decía él.
Volví, pero
no me sentí bien. No obstante, encontré al mejor profesor de
literatura que pueda haber parido la madre tierra, con él aprendí a
amarme y a respetarme a mi misma. Él me mostró, que yo podía. Que
ni mi condición social, ni mi color chocolate sería alguna vez
impedimento para lograr mis propósitos. Cada vez que leo el Cantar
de los cantares, recuerdo con mucho cariño a mi querido maestro.
"Hijas de Jerusalén, yo soy morena pero hermosa. Soy morena
como las carpas de Cedar y de Salmá. No se fijen en el color de mi
piel que el sol ha oscurecido."
©María Vives.
Imagen tomada de la Red.